Cuando el tiempo se detuvo: una taza de café, doce gatos y un instante de paz

Este texto nació como un comentario que quise dejarle a alguien que sigo en redes. Sentí que atravesaba una tormenta mental, y quise compartirle algo de mi propia experiencia. Pero me extendí tanto que temí invadir su espacio.

 Es algo que me pasa a menudo. Tengo este Asperger escrito —así lo llamo yo— que me empuja a escribir, a comentar, a responder con sinceridad y sin filtros. Después me doy cuenta, tal vez tarde, de que ya me metí donde no debía. Así que decidí mejor convertirlo en este texto. Y si por casualidad lo llega a ver, que sepa que fue para él o ella.

Durante mucho tiempo viví corriendo. Si algo no salía como esperaba, me frustraba. Sentía que todo estaba en guerra conmigo. Corría para todo, y aún así siempre con la sensación de que llegaba tarde.

Hasta que algo cambió.

Recuerdo un día puntual. Llegué a casa como siempre, a toda prisa, y mis gatos —tenía doce— como siempre, se me atravesaron entre los pies, emocionados de verme. Yo, desesperado, les gritaba.

 “¡Quítense, cabrones, me van a tumbar!”. 

Solo quería llegar, abrir la laptop y seguir trabajando. Me urgía avanzar en mis pendientes.

La situación económica estaba difícil y un día me cortaron la luz. No pude hacer café, y eso fue la gota que derramó el vaso. 

Sin mi café matutino, sentía que no funcionaba. Mi rutina era sagrada: prender la cafetera, bañarme, salir, llenar el termo y correr encabronado al tráfico, café en mano.

Pero ese día, sin electricidad, no me quedó otra más que recordar cómo lo hacía mi mamá: hervir agua, echar el café, apagar, dejar reposar y colar. Sin cafetera, sin prisa. 

Parecía un proceso largo, pero no tenía opción. Mientras sacaba los trastos, miré por la ventana de la cocina. Mis gatos estaban sobre la camioneta, lamiéndose con calma, como si el mundo no tuviera apuro.

Y fue ahí. Respiré. Sentí cómo la calma me invadía.

El tiempo se detuvo. Literal. Como en Matrix. Así, mero. De pie frente a la estufa, esperando mi café, lo entendí todo. Era como dar un paso atrás y salir de la escena y verlo todo en cámara lenta.

Vivimos para no detenernos, para no mirar, para no pensar. Todo está hecho para la distracción y luego nos bombardean con ideas de manifestación, de que si decretas, todo se da. Pero no es así de fácil. No si antes no paras. No si antes no miras hacia dentro y luego ya despues hacia fuera.

Bebí mi café y entendí por qué mis gatos se me atravesaban cada vez que llegaba corriendo. No lo hacían por molestar. Si al menos te detienes a observar un poco verías respuestas donde menos te imaginas. 

Mis gatos lo hacían para detenerme. Para decirme: “Ey, gordo, tranquilo. Ya llegaste a casa. Aquí estás a salvo. ¿Por qué corres?”

Y yo, enceguecido por el estrés, los aventaba con los pies.

Ese día, al tomar el café hecho a la vieja usanza, como lo hacía mi madre decidí soltar. Decidí hacer lo que me tocara hacer y dejar que el resto pasara como debiera que pasar.

 Si llego tarde, pido perdón. Pero ya no corro detrás de nada. Si no me esperan, no era para mí. Dejé de tirar la cuerda para ganar y al dejar de oponer resistencia, todo empezó a fluir.

No digo que haya alcanzado la iluminación.Nombre esas son mamadas. El equilibrio es difícil de sostener. Vivimos rodeados de distracciones, diseñadas para mantenernos ansiosos, apurados, ocupados. Pero la diferencia ahora es que detecto esos momentos y sé volver. Respiro. Suelto. Miro por la ventana. Veo y escucho a mis gatos, a mis perros, a mis plantas. Y hago café.

A veces la vida te apaga la luz para que veas más claro. Solo guarda la calma cierra tus ojos y vuelve a abrirlos, verás como puedes ver en la oscuridad. 

Y en lo simple —un gato, una ventana, una jarra de café hirviendo en la estufa— te recuerda que el hogar verdadero te espera y ese hogar está fuera de la materia, vive dentro de ti y ese es un instante de paz contigo mismo.

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